La tejedora que siempre le buscó la quinta pata al gato para salir adelante.
Vilda González ha pasado de página muchas veces, pero nunca le ha temblado el pulso para empezar de nuevo…
De chica esquilaba las ovejas de sus padres y se ponía a hilar para hacer tejidos y vender. Ha hecho cuanto curso se le ponga por delante. Es peluquera y tuvo una tienda de ropa. Vende huevos y tiene unas pocas vacas. Cuidó niños. Fue almacenera y también empleada doméstica. “Yo siempre le estoy buscando la quinta pata al gato”, dijo. Siempre se buscó la vida, porque no puede -ni quiere- permitirse no trabajar.
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Vilda González Fleitas nació en la ciudad de Treinta y Tres, pero se crió en la cuarta sección del departamento. Fue a la escuela rural N° 10, por las inmediaciones de la Quebrada de los Cuervos, pero nunca conoció la reserva hasta sus 23 años, pese a haber vivido toda su vida a una legua de distancia (unos cinco kilómetros).
Toda la familia trabajaba en el campo: su padres en la chacra y en los tiempos libres de su madre se dedicaba a la lana rústica. También lo hicieron los tres hijos del matrimonio.
A sus 21 años se fue de la casa de sus padres y lo hizo para trabajar como empleada doméstica y niñera en la ciudad. Se fue por dos o tres meses, pero permaneció dos años y pico. Luego pasó a trabajar en el almacén de esa familia. Le encantaba trabajar en el almacén. También trabajó en el jardín de infantes, en el hogar de ancianos, en casas de familia y en tiendas. Hasta llegó a tener una propia, primero en locales alquilados, pero como los costos eran muy altos, comenzó a vender en el garaje de su casa.
“He hecho de todo. Si algo no funcionaba dejaba y arrancaba de nuevo con otra”, contó.
Ahora hace 10 años que vive en la misma casa y durante mucho tiempo mantuvo los gastos del hogar y de la tienda con el sueldo de su trabajo como doméstica de una estancia.
“Cuando trabajaba en la estancia estaba buenísimo, porque con el sueldo de allá cubría los gastos de acá. Y si no vendía ropa no me importaba porque no vivía de eso. Además, lo poco que vendía, lo reinvertía. Nunca viví de la tienda, por eso llegó un momento que agarré y la cerré”, contó.
Durante 15 años trabajó, junto a su marido Gerardo Gereda en la estancia de Gustavo Berriel. Tiene cuatro hijos: tres de 25 (son trillizos) y uno de 16, que nació en la estancia. Los gurises fueron a la escuela El Oro y todos los días los llevaba a la ruta para que se tomaran el ómnibus, y por la tarde los iba a buscar.
Cuando terminaron la escuela, Vilda se mudó con sus hijos para que hicieran el liceo. Compraron una casa y volvió a la ciudad. “Venía durante la semana y me iba a limpiar la estancia el fin de semana. Así estuvimos 15 años”, contó.
El matrimonio trabajó en esa estancia hasta que los dueños vendieron el campo. Su marido tiene un campito, herencia de su padre, y en eso se mantienen. Han hecho varias mejoras y tienen cabaña Aberdeen Angus.
“Yo no iba a trabajar más afuera porque tengo hernias de disco y tendinitis. Además, debido a una quebradura no tengo fuerza en una mano. Pero no puedo no trabajar y a mí me gusta tener mi propio dinero”, explicó.
Hace cinco años le dio un nuevo giro a su vida y realizó un curso organizado por el Secretariado Uruguayo de la Lana y retomó los conocimientos que tiempo atrás le había compartido su madre.
Si bien el médico le recomendó no realizar esfuerzos por su problema en la columna, ella tenía que seguir trabajando así que con el tiempo y como podía se fue equipando nuevamente. Comenzó comprando un telar y luego una rueca.
“De gurisa chica recuerdo que mi madre arrancó con esto y también aprendí a hilar desde el vellón. Ahora yo compro la bobina, pero cuando era chica esquilábamos las ovejas con mi madre, lavábamos la lana y la hilábamos. Ahora es mucho menos trabajo, no tenés que sacarle cera, no tenés que ir a la pileta a lavarla con agua caliente. Con mi madre trabajamos siempre desde el vellón, generalmente, de lana negra. Hacíamos ponchos, mantas y jergones…”, recordó.
Actualmente vende sus prendas por las redes sociales, aunque asegura que la gente todavía no es consciente del trabajo que significa el hilado y el tejido.
“Siempre dicen que es caro, pero no tienen en cuenta el trabajo que es. Tenés que sentarte a separar la cantidad necesaria, después si tenés que teñir y para eso tenés que estar al lado de la cocina. Bueno, mi madre se jubiló; abandonó el rubro, odia la lana ahora. Se cansó. Cuando yo empecé con esto, ella no podía creer”, contó.
De los procesos que más disfruta es del teñido de la lana. Lo hace con remolacha, cebolla y colorantes de tortas. Trabaja con diferentes micras, dependiendo de la finura que necesite para cada prenda aunque ahora está intentando bajar las micras. “Compraba, por ejemplo, de 30 micras para hacer un pie de cama, porque de 30 no podés usarlo en un chaleco porque pica. Para esos trabajos uso las Merino”, explicó.
Después que terminó la escuela no tuvo la opción de estudiar, entonces se puso a hacer cursos relacionados con la lana, porque algo entendía del tema.
En los cursos de lana rústica le dieron, sobre todo, pautas de teñido pero destacó que “siempre vas captando pequeños detalles” como es el tema de las mordientes.
Siempre vendió por su cuenta, pero ahora lo hace a través de las redes sociales. “Ahora es otra cosa, porque te moves de otra manera. Antes no había teléfonos, no podías mandar una foto, no habían redes. He hecho cursos de redes sociales, marketing digital y de costos y puntos de equilibrio en Pymes para aprender un poco más”, expresó.
Admitió que la venta a través de redes sociales facilita mucho, dado que el mercado en Treinta y Tres es muy chico y que no funciona bien.
También ha participado de varias ferias y exposiciones y fue una de las asistentes del encuentro de tejedoras de la Exo Prado 2023. Eso le da visibilidad y también la ayuda a compararse frente al trabajo de otras.
“Siempre es bueno que te digan que lo que haces es lindo, pero yo necesito vender porque yo estoy trabajando, yo ocupo mi tiempo y ocupo mi plata. Entonces yo necesito vender”, aseguró.
Pero la realidad es que las ventas no son buenas. Lejos de quedarse quieta le va a dar otro giro de tuerca a su trabajo: ahora su meta es aprender guasquería. Va a comenzar haciendo materas y luego seguirá con el resto.
“Mi marido trabaja mucho en cuero, en soga, y desde la época de la estancia, siempre le decía que yo me iba a poner a hacer materas, porque me gusta eso también y es una cosa que es compatible con esto, porque es una artesanía”, contó.
“Siempre le estoy buscando la quinta pata al gato. No soy fácil de abandonar, pero no tengo miedo de hacerlo y empezar de nuevo. Llega un momento que decís, ¿qué hago acá haciendo esto? Siempre tengo lana, siempre estoy haciendo algo. Te da un poco de bronca que trabajes y que dediques tiempo. De mañana limpio y cocino y me vengo al taller el resto del día, pero si no se vende, es como la tienda, hay que abandonar y buscar otra cosa. Sin hacer nada no puedo estar, no puedo permitirme estar así. Tengo mis vacas, que son poquitas, tengo las gallinas y vendo los huevos. Además, me faltan cinco años para jubilarme. Entonces tengo que trabajar, porque si no me queda un bache de cinco años ahí. ¿Y qué hago? ¿Me quedo sentada acá tomando mate en la casa? No, me vuelvo loca. Entonces yo siempre estoy haciendo, inventado algo para hacer”, cerró.
Curso. El curso de “Fibra de lana y tejido artesanal” dictado por el Secretariado Uruguayo de la Lana (SUL) y el Inefop, se creó para las artesanas del interior del país y también de Montevideo.
El mismo consta de cuatro módulos. Uno es de preparación de lana para hilarlo en la rueca. Otro es de tejido en telares. El tercero es el teñido con anilinas y con tintas naturales. Y el cuarto módulo se trabaja con fieltro en lana.
“También tenemos una parte teórica donde explicamos mucho sobre la materia prima, la identificación de distintos vellones, clasificarlos por finura, por raza y características para selección de esa materia prima y su posterior trabajo. Después van surgiendo, a medida que se desarrolla el curso, otras temáticas en demanda de los propios participantes”, contó Catherine Sochara, encargada de Laboratorio del SUL y coordinadora del curso.
El convenio con INEFOP se firmó en 2016 y han llegado a más de 50 localidades de todo el país, con un promedio de 15 participantes por curso.
“Han surgido muy buenas artesanas de esos cursos y seguimos en contacto con ellas, otras simplemente lo tomaron como aprendizaje poder utilizar más la producción de lana que tenían en su casa, que a veces es lana que no la pueden comercializar porque es un pequeño volumen y poder aprovecharlo”, explicó.
fuente el pais uruguiay